Auschwitz, horror sin tiempo
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Cuando atravieso la puerta de entrada de Auschwitz, un sentimiento de desamparo y una soledad infinita me invaden y me impactan sin piedad.
Un silencio casi encantado, adormecido, golpea fuerte mis sentidos; mi respiración es mi aliada y mis ojos buscan, perdidos, un atisbo de humanidad. De a poco, mientras camino midiendo mis pasos e intentando no despertar fantasmas o gemidos, me doy cuenta que solo puedo imaginar lo que allí ocurrió. Nada más.
Almas oscuras y mentes grotescas, en pesadilla permanente, crearon un escenario de muerte sin más, abriendo el peor de los telones para una función macabra que tiñó de rojo y sangre la humanidad.
Cuando entras a Auschwitz comprendes que nada ni nadie pueden prepararte a ese encuentro cara a cara con tal escenario de horror y rechazas lo evidente: aquí reinó una locura extrema y desenfrenada, una demencia que aniquiló dignidades, que erosionó voluntades, que robó sueños para siempre. Aquí habitó la sombra más cobarde, danzando en su oscuridad melodías abominables, quebrantando espíritus, aplastando con mano de hierro y frenesí diabólico las miradas inocentes e incrédulas de seres humanos desesperados. Aquí anidó una bestia irrespetuosa, insolente y desmedida, que no conoció fronteras ni ruegos. Que no escuchó ningún llanto. Que no secó ni una sola lágrima.
Nada cambiará el espanto que aquí existió. Solo el dolor dormirá su sueño eterno, huésped acorralado, testigo mudo en atroz silencio. Ningún sol y ninguna luna lo despertarán jamás.
Hubiera deseado abrazar a cada una de las personas que caminaban, engañadas, rumbo a la muerte y decirles que no era cierto, que todo era una pesadilla. Pero no llegué a tiempo. Ni yo, ni nadie.
Los amo, siempre los amé. Y nunca los olvidaré.
Fabián Rubiolo