0
- ¿Cree en la vida, pese a todo?
- "Por supuesto. Tengo 95 años y sigo viajando para testimoniar lo que viví. Mientras estemos aquí no seremos los olvidados de la historia."
Mis palabras surgen con temor, con cautela. Sé que no es una pregunta más para ella, pero su respuesta fue inmediata. Porque Esther transita esta vida, la suya, con el alma a cuestas y la huella imborrable, perpetua, de su paso por Auschwitz durante el Holocausto. Porque Esther vive esta vida, la suya, tras combatir durante casi dos años los demonios de Birkenau, los propios y los de los nazis. Porque Esther en esta vida, la suya, lleva tatuado en su piel el número 58319, que la marcó para siempre como prisionera de un campo de exterminio. Y también porque Esther, en aquel enero de 1945, caminó en el frío y la nieve cual espectro errante en una "marcha de la muerte", último intento de la locura nazi por detener la llegada de los ejércitos aliados y prolongar así la barbarie. Esther no claudicó, ni allí ni nunca más. Aún cuando abatida de dolor decidió decir adiós a esta vida tras su llegada a Francia y ante la indiferencia generalizada de todos, alguien le tendió la mano salvadora para que no se fuera. Para que se quedara y transmitiera al mundo su precioso testimonio. Para no ser "los olvidados de la historia".
El valor de creer
Esther habla sin pausas y su voz decidida y cordial transmite con lucidez admirable cada detalle de su pesadilla. Deportada a Polonia a los 15 años de edad, llegó a Birkenau en septiembre de 1943 y permaneció 16 meses, incluidos dos inviernos.
Hacia el final de la guerra y con el inminente acercamiento de los ejércitos aliados, los nazis, fragilizados, comenzaron a trasladar los prisioneros desde los distintos campos para llevarlos a realizar trabajos forzados a otros lugares en Alemania. Muchos de estos traslados se realizaron en trenes pero otros fueron bajo lo que se conoce como "las marchas de la muerte". Se los obligaba a caminar largas distancias con frío extremo y poco o nada de comida, agua o descanso. Quienes no podían continuar eran fusilados.
El 18 de enero de 1945 las SS comienzan a evacuar Auschwitz y sus campos satélite con aproximadamente 60 mil prisioneros.
Esther formó parte de ese periplo infernal, fue trasladada desde Auschwitz diez días antes de que los rusos liberaran el campo. Sobreviviendo así al último eslabón del horror nazi.
Y logró sobrevivir, día tras día, a uno de los escenarios más horrendos de la historia de la humanidad.
Llegamos a Birkenau -comenta- en un tren que contenía cerca de mil personas y apenas se abrieron las puertas vimos un humo negro y sentimos un fuerte olor en toda el ala central y, como nos habían dicho que íbamos a un campo de trabajo, pensamos que venía de una fábrica, pero no. Mientras caminábamos empezamos a ver cadáveres y enseguida entendimos.
Luego nos hicieron ir hasta uno de los galpones, nos dijeron que íbamos a ducharnos, lo que fue cierto. A otros, en cambio, si bien les dijeron lo mismo, en realidad los enviaban directamente a las cámaras de gas. En ese lugar nos cortaron a todos el pelo y nos tatuaron nuestro número de identidad.
Al partir de Francia les habían dicho a las personas deportadas que iban a campos de trabajo.
Lo que no entendíamos era qué hacían niños y ancianos allí y para no inquiertarnos nos decían que durante el día trabajábamos y por la noche nos reuniríamos cada uno con conocidos o familiares. Incluso mentían a la gente que enviaban a las cámaras de gas, pues les pedían que dejaran su ropa sin problemas, que podían recuperarlas a la vuelta de las duchas, pero no era así. Luego de las sesiones de gas, a veces de 650 personas, los soldados venían a recoger los cuerpos y los llevaban al crematorio. Nos costaba creer que algo así ocurriera, hasta que nos dijeron no nos hiciéramos ilusiones, "aquí entran por la puerta y salen por la chimenea, no hay ninguna posibilidad de sobrevivir. Esto es un campo de exterminio".
Cuando llegué a Birkenau, mi hermana hacía ya diez meses que estaba allí. No la había reconocido antes, estaba en un estado lamentable. Fue un gran dolor, yo sabía muy bien que no vería nunca más al resto de mi familia porque habían sido deportados mucho antes que yo. Y mi hermana me dijo “eres joven, la guerra va a terminar dentro de poco y si sobrevives tienes que contar lo que ha pasado aquí, para que no seamos los olvidados de la historia".
Uno de los aspectos más difíciles cuando se analiza lo ocurrido en Auschwitz es aceptar que aquel horror fue perpetrado por seres humanos. En Birkenau, Esther fue ubicada en uno de los grandes barracones donde vivían hasta 500 personas. Hacinadas y en severas condiciones de higiene, sin baños y solo con letrinas colectivas, cada día y noche eran un presagio del infierno. Sin embargo, en esa pesadilla, la rutina era una de las pocas certezas.
Esther recuerda que “así dormíamos, pero antes de las 6 de la mañana llegaban los SS con los perros y con palos para llamarnos a trabajar. Aunque antes de eso, se ocupaban de sacar las personas que habían muerto durante la noche y, mientras tanto, nos quedábamos parados, esperando que hicieran todos sus cálculos, porque debía haber la misma cantidad de personas que entraron al pabellón a dormir, estén vivos o muertos. Pero esta operación se realizaba en todos los pabellones del campo al mismo tiempo, lo que implicaba que estuviéramos horas parados en la intemperie. Luego nos mandaban a la cocina a buscar una especie de té, teníamos derecho a una rodaja de pan con un poco de margarina y como yo formaba parte de aquellas personas recién llegadas y en buena salud, nos enviaban a trabajar a las distintas obras que tenía el campo, hasta doce horas por día."
- No, absolutamente imposible. Lo único que hacían era darnos órdenes gritando todo el tiempo, no teníamos ni siquiera el derecho de mirarlos. Después de cada jornada de trabajo y como había personas que estaban muy cansadas, que apenas podían caminar, hacían una selección para saber si al día siguiente estarían en condiciones de seguir trabajando. Aquellas personas que no eran aptas, se las ponía a un costado y se las enviaba luego directamente a las cámaras de gas.
Sentíamos una angustia permanente, porque ponían siempre a la gente en distintas filas y hacían gestos de ir hacia la derecha o hacia la izquierda y nunca sabíamos dónde nos tocaría ir.
Cuando volví a Francia nunca más encontré a nadie de mi familia. Fui deportada cuando tenía 15 años y volví a los 17. Pese a todo, en el campo teníamos una especie de solidaridad entre nosotros, pero allí me encontré completamente sola. Cuando regresé, y como el país ya estaba liberado, nadie esperaba vernos volver y cuando contaba los horrores que habíamos vivido, nadie me creía. Un día un grupo en la calle me paró para preguntarme qué había pasado, viéndome tan flaca y con la cabeza pelada y, mientras les contaba, me dí cuenta que no me creían, hasta que uno de ellos me dijo: “vinieron muy pocos de vuelta, ¿qué hizo usted para volver en lugar de los demás”?. Una de las peores cosas para mí fue la indiferencia total con la que fuimos recibidos y por eso un día, desesperada, tomé un frasco de pastillas y pasé seis meses en un hospital. La vida me dio de todos modos una familia hermosa, con tres hijos, seis nietos y seis bisnietos, algunos de ellos han estudiado, progresado y logrado lo que yo no pude.
En ciertos mensajes y acciones de odio actuales, Esther revive los viejos fantasmas. Cuando yo veo actualmente lo que sucede con la guerra en Ucrania y en otros lados, me digo a mí misma con casi 95 años, que tengo la impresión de encontrarme con aquellos acontecimientos pasados, de revivir el mismo escenario. Como cuando escucho todas las mentiras que dice Putin y darme cuenta de que, pese a todo, su mensaje llega a mucha gente. Todos estos discursos de odio que vemos hoy en nuestras sociedades, son un lavado de cerebro real para cierta gente.